Cuando empiezo a escribir este artículo, al final de una
mañana, un tanto gris, del mes de enero, después de leer las últimas noticias a
través de la prensa digital, aún continúa la incertidumbre por el desenlace del
caso Julen. Seguramente, cuando estas líneas salgan a la luz, todo estará ya
definitivamente resuelto.
Pero, ante todo, una vez más, ha
quedado en evidencia un sentido humano, una disposición, una actitud
desprendida, que dignifica y destaca el comportamiento social del pueblo
español, la solidaridad; palabra derivada de la raíz latina solidus,
que significa sólido, unido, completo. El diccionario de la RAE la define como:
adhesión o apoyo incondicional a causas o intereses ajenos, especialmente en
situaciones comprometidas o difíciles.
Los medios de comunicación nos
informan de una encomiable actitud solidaria, en una circunstancias tan
difíciles y tan emotivas como el caso del niño Julen: trabajadores que piden
días libres en su empresa para ayudar en las tareas de rescate, decenas de
personas, sobre todo mujeres, que cocinan para los voluntarios, más de 300
profesionales y colaboradores, que han cambiado su forma de vida por unos días
para tratar de dar con Julen. Todo esto nos emociona y señala, tal vez, que, en
el sentido social y humanitario de los españoles, existe una raíz genética,
derivada quizá de experiencias sociales e individuales en circunstancias
históricas precarias, que nos hace acudir solidariamente allá donde la
necesidad del prójimo lo requiere.
Si esta actitud permaneciera en
nuestro día a día, en nuestro convivir cotidiano, si mantuviéramos esta unión
social, solidaria, permanentemente, la vida sería mucho más humana, la
convivencia sería mucho más cálida y cercana entre todos.
La sociedad española ha demostrado en
múltiples ocasiones, y lo digo con claridad, pero sin acritud, que se encuentra
muy por encima de su clase política. Mientras los gerifaltes de la cosa pública
se empeñan en crear divisiones entre los territorios y la sociedad española a
través proclamas ideológicos basados en la supuesta supremacía étnica y social
de personas y territorios de España, obligándonos a un continuo enfrentamiento;
los ciudadanos de a pie demuestran su unidad, su abrazo común, su unión
solidaria, por encima de cualquier tendencia, en casos tan difíciles y tan
humanos como este que nos ha ocupado estos días.
Todos, sin haberla visto, hemos
reflejado y retenido en nuestra retina la imagen de Julen, un inocente niño de
dos años, víctima de unas circunstancias extrañas, dolorosas y adversas.
La empatía con el dolor de los demás
nos activa nuestro propio dolor, como una emoción ajena a nuestro interior o
nuestro entorno físico, pero que nos crea un lazo de unión emocional con el
otro, con los otros, y sentimos esa fuerza anímica que nos lleva a estar allí,
con el que sufre, ayudando, colaborando, participando. Esa es la solidaridad
que late en los genes del pueblo español, y que, en esta, como en tantas otras
ocasiones, han salido a la luz pública.
Ante una tragedia ¿que nos importa la
política, ni las ideologías, ni los territorios, ni lo nacionalismos, ni los
intereses económicos, ni el dinero? Solo existen las manos del alma para
tenderlas hacia el que sufre, solo florece el corazón que siente la emoción
contenida por el dolor ajeno. Sin embargo, la solidaridad no debería permanecer
solo en el dolor, sino también en la felicidad, en la alegría. La solidaridad
completa debería abarcar todos los sentimientos y no solo permanecer en el
sufrimiento. Debemos ser solidarios también en el gozo, en la esperanza, en la
concordia, en la justicia; porque el sentimiento es común, social y humano. El
alma solo sale a la luz cuando la carne se abre en heridas y el sentimiento
solidario solo es puro cuando se desnuda la amargura. Sin embargo, insisto,
también deberíamos solidarizarnos con el bien ajeno. Si dejáramos la envidia a
un lado, para gozar y compartir la alegría del otro, habríamos conseguido
derribar uno de los más grandes muros que nos impiden ser felices.
Nos ocupa hoy el caso Julen, y mi
deseo, como el de todos, es que se haya resulto de la manera más favorable
posible, que esta ilusión y esta esperanza que ha mantenido en pie a los
padres, a la familia, a los trabajadores y voluntarios y a toda España, haya
tenido un final positivo y feliz. Que esta solidaridad desbordante, haya dado
su fruto, que toda esta inquietud y esta tensa espera haya encontrado un final
feliz, como el amanecer de la primavera al final del invierno.
Quiero a provechar la ocasión para
pedirle a los políticos que bajen de los estrados, que desciendan al corazón
del pueblo y que se den cuenta de una vez que aquí no hay diferencias de
clases, ni ideológicas ni territoriales, solo manos y almas unidas en una misma
dirección: la vida. Que aprendan que la solidaridad se basa, sobre todo, en
crear estructuras legales solidarias, puentes de unión, medidas humanitarias
que impidan momentos de dolor y de tragedia como la de nuestro querido niño
Julen.